Los diagnósticos han pasado de ser una jerga de especialistas a incorporarse al lenguaje común, al servicio, en buena medida, del control biopolítico: en este contexto, siempre producen un efecto de captura, ya sea que funcionen como una atribución negativa, estigmatizante y segregadora, o como una identificación asumida o reclamada para colmar la falta en ser del sujeto. Puntualicemos que, en todo caso, la “enfermedad” de la que se trataría no sería el TDAH, el TOC, la fibromialgia, etc., sino la verdad en juego en los síntomas del sujeto, que éste ignora apasionadamente, y que intenta velar con uno de esos falsos nombres.

Me parece interesante señalar que esta cuestión es constatada y reseñada –desde una posición del todo ajena al psicoanálisis- por el relator especial del Informe sobre la salud mental (1), presentado a la Asamblea general de Naciones Unidas en marzo de este año. El relator -Dainius Puras, psiquiatra lituano, que ha coordinado un amplísimo grupo de asesores- se hace eco en diversos puntos del informe de la incidencia que tienen los diagnósticos -en función de falsos nombres- en el amplísimo colectivo de las personas afectadas por “dificultades o sufrimientos de tipo psicosocial”: “Muchas de ellas presentan un diagnóstico dentro del ámbito de la salud mental o se identifican con el término, mientras que otras prefieren definirse de otro modo, por ejemplo, como supervivientes”.

Es decir, aquellos que no hacen suyo el nombre que la salud mental les propone, escogen otro con el que, de alguna manera, nombrar su síntoma o -la elección del ejemplo no parece del todo azarosa- su condición de supervivientes: de un trauma que, al límite, no es sino el del encuentro con el goce.

En otro apartado del informe -en el que, por otra parte, realiza una crítica exhaustiva del modelo biomédico imperante- señala el riesgo que comporta la proliferación de categorías diagnósticas cerradas, que uniformizan malestares subjetivos muy diversos y excluyen lo particular del sujeto: “Algunos instrumentos de diagnóstico –menciona expresamente la CIE y el DSM– siguen ampliando los parámetros del diagnóstico individual, a menudo sin ninguna base científica sólida. (…) la proliferación excesiva de categorías diagnósticas invade la experiencia humana hasta tal punto que podría terminar reduciéndose la aceptación de la diversidad humana”.

Más adelante, vuelve sobre esta cuestión, para aportar una nueva reflexión sobre la función de los diagnósticos, como designaciones estigmatizadoras: “Los diagnósticos de salud mental se han utilizado indebidamente para considerar como patologías determinadas identidades y otros tipos de diversidad”. Frente a este uso de los diagnósticos, aboga por el reconocimiento de “la diversidad de la experiencia humana y la variedad de formas en que las personas conciben y experimentan la vida”.

Al margen de que, apostando por un modelo de salud mental comunitaria, deje de lado “el tratamiento de los casos individuales”, aconsejo la lectura de este informe, realizado desde una perspectiva mundial y con una especial atención a las problemáticas que tienen una mayor incidencia en el tercer mundo (y, cada vez más, en el cuarto): violencia, exclusión social, pobreza, desintegración de comunidades, crisis humanitarias, migraciones: los fuegos que, unos u otros, el malestar en la civilización no deja nunca de prender.

Josep Maria Panés.

 

  1. ONU: Informe del Relator Especial sobre el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental