Explícita o implícitamente, la pregunta “¿quién soy?” surge en la vida de cada cual y lo hace mucho más frecuentemente que la cuestión “¿qué soy?” Ambas van ligadas a lo relacional, sea como pertenencia cultural, sea como extrañamiento metafísico.

El “quién” suele asociarse a una pertenencia comunitaria. Uno es elemento de algo y puede hablar de sí mismo refiriéndose a sus apellidos, su nacionalidad, su profesión, situación laboral, estado civil, pertenencia a clubs, etc. Aun cuando las comunidades se caractericen por propiedades muy simples, como las tribus urbanas, la identidad parece siempre asociable a la marca comunitaria y con más fortaleza cuanto más simple es ésta.

Ese “quién” de pertenencia supone a la vez una situación comparativa, sea en términos económicos o jerárquicos. Siempre habrá alguien que llegará, si cree que la circunstancia lo exige, a decirle a otro aquello de “No sabe Vd. con quién está hablando”. El “quién” acaba siendo elemento de un conjunto intersección de tantos conjuntos como comunidades a las que se pertenece, todas ellas fluctuantes, pues cambian las relaciones familiares, laborales, de amistad, etc. Tal vez la única posibilidad de lograr un “quién” sólo aparentemente estático sea la soledad eremítica o de hikikomori, o la vida reglada en una comunidad monástica.

La identidad personal se quiere a veces matemática, como igualdad máxima a alguien ejemplar, sea un santo, un científico, un actor o un cantante. Pero tenemos un serio problema por el hecho de que las figuras ejemplares no son ya heroicas, siendo más bien reales pero inalcanzables por su propia contingencia. El héroe requiere la singularidad de su trayectoria vital, siendo eso, que incluye tanto al amor a la vida como el desprecio de la muerte, lo que lo hace ejemplar.

En ausencia de héroes, olvidados los grandes mitos, la identidad se busca en la idealidad del nuevo mito cientificista, el que adora al cuerpo y tiene como meta el éxito social. Estar sanos y ser reconocidos socialmente (no sorprende la popularidad de Facebook) se convierte en deber existencial. Un deber imposible, porque nunca seremos sanos del todo, pues la Medicina moderna se encargará de asignarnos siempre a una clase de enfermos o “pre-enfermos”. Un deber imposible también porque nunca alcanzaremos el nivel de “excelencia”, certificable por la agencia de turno, en el que sentirnos cómodos.

Si no podemos ser héroes (ya no sabemos en qué consiste eso), podremos en cambio ser víctimas, en cuyo caso la identificación está servida: seremos celíacos, prediabéticos, hipertensos, fóbicos… o seremos pacientes que “tienen” un SIDA, un TDAH, una tuberculosis, una depresión (antes se “era” tísico, se “estaba” deprimido). Desde la designación diagnóstica o pronóstica podremos formar parte de una nueva comunidad, la definida por tal marca. Las asociaciones de enfermos, sus lazos de colores, congresos altruistas, “performances” y campañas de micro-mecenazgo, darán cuenta del poder de tal marca, íntimamente asociado a lo cuantitativo, a la dilución del sujeto en la identidad comunitaria.

Habrá incluso quienes luchen unidos por el reconocimiento de esa etiqueta de clase, llámese intolerancia al gluten, nomofobia, electro-sensibilidad, etc. Se trata de identificarse como víctima con derechos a dejar de serlo, aunque no se quiera.

Al hacer de la norma un ideal, una concepción perversa de la Medicina nos convierte a todos en enfermos, nos identifica con la carencia, con la falta, en vez de hacerlo con la posibilidad del ser. El deseo se asfixia así en una querulancia tan inagotable como estéril.

El afán de identidad acaba conduciéndonos paradójicamente a la gran alienación, la que facilitará el coaching, el mentoring, el marketing de cuerpos y mentes, las gamificaciones y demás ventas de humo. En busca de la identidad podemos hacernos estúpidamente idénticos.

Javier Peteiro Cartelle.