El consumo como marca de identidad, como suplencia de una carencia, como operación para mantenerse a distancia del Otro y su radical diferencia, como tratamiento exclusivo de la falta y bajo el marco de un eclipse generalizado del Ideal del yo, en una carrera loca por entregarse a la mirada siempre presente de un Otro que siempre exige más y más, (las redes sociales funcionan como el epítome de esta exigencia), no acaba provocando sino, una identifijación en la que prima no tanto lo simbólico de la identificación, como lo real del goce que toda identificación pone en juego.

En efecto, la crisis de ciertos ideales hace surgir lo que se ha venido a denominar comunidades formadas bajo un rasgo sintomático, (de goce): comunidades de anoréxicas, bulímicas, traumatizados, ludópatas, pedófilos, adictos sexuales, acosadores, acosados y lo que imaginar se pueda… Una multiplicación por clonación que se ensimisma queriendo ser siempre lo mismo. Una compulsión hacia lo idéntico que acaba por hacer un síntoma que, lejos de corroer la identidad, -un síntoma siempre corroe algo de nuestra identidad-, la consolida y cronifica. Es decir, objetiviza al sujeto en una forma de ser fuertemente patologizada (1).

Un amor inconsumible

El psicoanalista no se satisface ni de los éxitos ni de los fracasos que el sujeto obtiene en el mercado de consumo de todo tipo de objetos. Sin embargo, espera que un cierto fracaso se haya producido en la vida del sujeto como condición para alojarlo en el interior del dispositivo analítico. Lo espera como algo previo a toda posibilidad de análisis. Ayudamos al sujeto a que a ese fracaso le dé forma de síntoma analítico, y que esa forma sintomática incluya una falta en forma de saber: sea en la forma de un “no sé por qué…” o en la más sutil “sé por qué pero no lo puedo evitar”. En este punto la praxis psicoanalítica viene a operar a contrapelo de las soluciones consumistas o comunitarias, apuntando siempre a esa falta insoportable para el sujeto, a la suya, no a la que se solucionaría en el para todos del consumo, ni a la que podría compartir vía identidad en una comunidad de afectados, sino a la que no puede compartir con nadie, a su carencia fundamental a la que él mismo tendrá que ponerle si acaso un nombre, y que no hace ni masa, ni grupo, ni relación; y mediante la cual podrá establecer una relación con el Otro de manera tal que no acabe convirtiéndose justo en lo que trata de evitar: ser un objeto, él mismo, con el que satisfacer a un superyo voraz e insaciable que lo identifica y lo consume.

Por ello, los fenómenos identitarios que promueven las marcas según el producto que se consume son profundamente antagonistas de la dimensión del sujeto tal y como la define el psicoanálisis. De ahí que Foucault reconocía en Freud y en el método psicoanalítico una función desegregadora, pues el psicoanálisis evocando la regla de la asociación libre coloca al Otro en primer plano. Es decir, que haciéndole tomar la palabra a través del sujeto, -en los lapsus, en los sueños, etc.,- extrae al Otro de su exclusión, nada más y nada menos que vía amor de transferencia. Lo que es verdad que inicialmente no le hace mucha gracia al consumidor nato, ya que, como señalaba Ann Marlowe (2) en referencia a la toxicomanía, el consumo de heroína vuelve romo el borde de la mortalidad, el amor, sin embargo, lo afila.

José Manuel Álvarez.

 

  1. Recalcati, Massimo. “Clínica del vacío”. Anorexias, dependencias, psicosis. Madrid, Ed. Síntesis, 2003.
  2. Marlowe, Ann. “Cómo detener el tiempo”. La heroína de la A a la Z. Barcelona, Ed. Anagrama, 2002. Trad. Roger Wolfe.