La identificación como tal establece un lazo social, evidencia una relación con el Otro. La primera teoría de la identificación de Lacan fue construida en términos de identificación imaginaria, y dio paso a la identificación simbólica, que es verdaderamente el Uno de la identificación, la identificación primordial e insconsciente, signo de la omnipotencia del Otro. El rasgo unario aliena al sujeto en esa identificación primera.

De la operación analítica se espera, por parte del analizante, la producción de los significantes de la identificación, sin embargo, en el centro de toda identificación hay una profunda inconsistencia. Como afirma C. Leguil, el desapego posible respecto a ciertas identificaciones es una manera de escapar al discurso del amo, pues cuando un sujeto se instala en él queda atrapado y se produce una soldadura de la identificación.

¿Qué ocurre entonces con estos sujetos que nada quieren saber sobre su goce, alojados en un Otro contemporáneo inconsistente que no provee de ideales fuertes y en el que las distintas modalidades de identificación con el padre están cada vez más pulverizadas?

El sujeto se ve siempre enfrentado a tener que contarse como Uno. El fracaso de la proporción sexual y la dificultad del tratamiento del propio goce encuentran, en el discurso capitalista en su alianza con el de la ciencia, falsas vías de escape que, bajo rúbricas como la normalidad, la salud y la felicidad, facilitan identificaciones estándares y horizontales entre los miembros de la sociedad que se inscriben en clasificaciones y agrupaciones que borran lo singular de la modalidad de goce, propiciando, las llamadas por E. Laurent, comunidades de goce. Es ahí donde vienen a nombrar espuriamente el goce (en tanto que no son propias del sujeto) etiquetas que remiten a elecciones sexuales (pansexual, poliamoroso, asexual), síntomas o categorías diagnósticas (depresivo, estresado, bulímica, toxicómano, enfermo de Crohn, fibromiálgica, etc.).

El recorrido analítico permite ir más allá de esas identificaciones (a veces obsolescentes como los mismos gadgets). Ante el sinsentido del síntoma, el sujeto puede taparlo con la medicación, con los objetos plus de goce o con nombres prestados; puede tomarlo como una disfunción que debe eliminarse o puede aceptar lo que ofrece el psicoanálisis: la vía de la pregunta que le permitirá saber algo del valor de verdad sobre el ser que encierra el síntoma. El analista está atento a la función que estos nombres tienen para cada sujeto particular, pues en ocasiones estas nominaciones son hallazgos que permiten al sujeto atenuar los efectos de la forclusión del Nombre del Padre y anudar los registros imaginario y real. Pero el sujeto ha de consentir a ello.

Como apunta Miller (El Otro que no existe y sus comités de ética, 2005, p. 92), en la época del Otro que no existe, el psicoanálisis transforma el Otro que no existe en sujeto supuesto saber. El Otro tiene solamente el estatuto de un señuelo que el analista permite que se constituya para un sujeto como efecto de significación.

No se trata de eliminar el síntoma con su núcleo de goce, sino de que el sujeto alcance cierta sintonía con él (gesto subversivo por excelencia en los tiempos que corren), es decir, que haga con él de otra manera y pueda integrarlo de un modo más acorde con lo real que se pone en juego para él, en definitiva, que se haga responsable de su propio goce.

En los testimonios de los AE se leen esos nuevos funcionamientos del síntoma, se leen otros usos, otros nombres, y, como señala Patrick Monribot (Recorridos, 2016, p. 206) «Nombrar un goce iterativo que envenena la existencia, es esencial para la pertinencia del psicoanálisis.»

Rosa Durá Celma.