A finales del mes de Mayo fue noticia en Mieres, Asturias, un juego inquietante detectado en niños que rondaban los 9 años de edad. Una madre inquirió a su hijo al ver el dorso de sus manos lesionadas, con un objeto cortante. Había una especie de hoyo pequeño excavado en cada una de ellas.

Se trata de un juego, “El abecedario del diablo”. El niño que ha sido invitado por un líder, debe ir diciendo por cada letra del abecedario una palabra que comienza con la letra citada, mientras otro niño rasca, pellizca o hace marca en el dorso de las manos de quien aceptó participar, intensificando la presión hasta llegar a la erosión.

Se trata de un desplazamiento de la puesta a prueba de lo real del cuerpo en un tiempo anterior a la adolescencia. Los niños que ofrecen sus cuerpos, requieren un tratamiento urgente de lo real, antes incluso del reanudamiento de los tres registros que sobreviene en la pubertad, antes de que lo real sexual irrumpa con toda su fuerza.

A diferencia del fenómeno de “La ballena azul” que concierne a adolescentes, aquí juegan niños sin el objetivo final del suicidio, sino que la superación de la prueba concede automáticamente la admisión a un club, cuyas características no se especifican. El ingreso al grupo, entonces, se produce por vía de la insistencia de la letra. Sin embargo, los efectos de simbólico que podrían producirse en la alternancia de los significantes nombrados, no son suficientes para interrumpir el juego, demostrando que el agujero en la letra es fallido.

Los tres modos de identificación del sujeto del inconsciente estallan ante estos casos. Hay un tratamiento de regulación del goce tardío, que se obtiene a partir del mismo rasgo de goce deslocalizado que encuentran en el niño que dirige el juego, como máxima aproximación a una identificación imaginaria pero sin que pueda nombrarse como tal, porque el Otro ha sido inconsistente como regulador.

Hacerse agujerear por un semejante, viene a nombrar lo que empuja a realizarse en acto. Es un síntoma como acontecimiento del cuerpo que no tiene destinatario, y que va más allá del vaciamiento de goce, e incluso de la inscripción de una huella; es un atrapamiento de lo simbólico con la función de agujerear lo real para hacer nudo con lo imaginario: para constituir, ni más ni menos, que Un-cuerpo imaginario.

Única identificación posible al cuerpo, aunque más no sea, al cuerpo del diablo.

Estos niños que muy probablemente, no pueden tratar el goce del Uno a través del Otro, enseñan algo sustancial en épocas de deflación de lo simbólico: que sigue siendo lo simbólico lo que es permanentemente convocado por el parlêtre mismo – si es necesario de manera salvaje- para tratar el cuerpo que sienten, a falta de tenerlo.

Pero también señalan que si el recurso es apelar a lo simbólico, es porque éste, ya sin la potencia de los ideales que lo sostenían, se convirtió en un simbólico imaginarizado, habitado por cuerpos iguales a sí mismos, sin representación, donde la lalengua es lo que posibilita el encuentro con los otros.

Sin las referencias del último Lacan nos veríamos impotentes frente a una clínica infantil que nos confronta ya a “la génesis corporal del sentido” (1): el sentido se autoperfora, “es aspirado por la imagen del agujero corporal que lo emite” (2). Doble movimiento, de aspiración y emisión de sentido, que confirma para el parlêtre, la insuficiencia de hacer consonar su enunciación con los orificios de la pulsión.

Lorena Oberlin Rippstein.

 

  1. J. A. Miller. El ultimísimo Lacan. Pág.112. Ed. Paidós.
  2. J. Lacan. Seminario 23, El sinthome. Pág. 83. Ed. Paidós.