Es raro el día que, en la Unidad de Salud Mental en la que trabajo, no vea un caso derivado con la sospecha o el diagnóstico, más o menos confirmado, de TDAH.

Un alto porcentaje de esos casos son derivados desde los centros escolares con una valoración psicopedagógica o con una escala pasada a los padres y a los docentes acerca de la conducta del niño; en ocasiones son los pediatras quienes se sirven de dichas escalas que, todo hay que decirlo, son de una simpleza y falta de finura clínica que sorprende el que se las haya elevado a herramienta diagnostica por excelencia de dicho “trastorno”.

Los cuestionarios están basados en la observación de la conducta sin tener en cuenta la palabra del niño ni su historia; los padres y los docentes son considerados como meros observadores.

Los docentes desbordados, sobre exigidos y presionados por un sistema educativo cada vez más burocratizado que empuja a la evaluación y a la clasificación del alumnado, suelen rendirse recurriendo al experto, pedagógico o sanitario, para que den con la tecla o con la píldora oportuna y poder reconducir a las criaturas descarriladas.

Los padres, se muestran muchos de ellos desorientados, angustiados y abrumados también ante la alarma despertada por un posible déficit de su hijo y la repercusión que éste puede tener en el futuro en todos los ámbitos de la vida. Más cuando desde el supuesto saber experto se vaticina que estas dificultades pueden acabar en conductas delictivas, antisociales o como mínimo en fracaso en la instrucción, con la consecuente dificultad para poder acceder al mundo laboral.

Los niños, observados, evaluados, diagnosticados y muchos de ellos medicados, pero apenas escuchados.

Una vez que nos detenemos a escuchar caso por caso, la casuística, más allá de lo meramente fenomenológico, es de lo más variopinta.

Está el caso de Luis de 7 años al que su pediatra le prescribe Sulpirida ante la inquietud que presenta, sobre todo desde el nacimiento de su hermano, momento en el que la vida de la madre corrió serio peligro, acontecimiento del que se siente culpable. En la entrevista que tengo con él me habla de sus padres, de que son buenos, «no son de los que dejan a sus hijos o los matan»; denegación que mostraba su angustia ante la posibilidad de la muerte y del abandono.

Mario es un niño de 4 años que es derivado a instancias del colegio por su inquietud; vive con los abuelos maternos y con la madre, el padre no se quiso hacer cargo. Intervenido a la edad de 3 años para hacerle un injerto de piel, estuvo ingresado durante 2 meses; fue un proceso doloroso y traumático para él.

A Pedro, de 10 años, su pediatra le prescribió Tranxilium y posteriormente Rubifén, por presentar mucha inquietud. Es hijo único de padres separados desde antes de que él naciera; no ve al padre desde hace 2 años sin entender muy bien porqué.

La inquietud de Pedro coincide con un cambio de profesor y con la muerte del abuelo paterno, cuando habla de ello se emociona y rompe a llorar, reconoce su dolor, añade que también por el hecho de que el padre no fuera a su comunión.

Cuando se le pone nombre propio a cada caso, se enmarca en la historia familiar y personal de cada uno, conociendo los acontecimientos vividos y la respuesta que desde los cuidadores y desde el propio sujeto han tenido lugar; cuando se contextualiza en el momento social con los imperativos que rigen, como son los ideales de excelencia y a la vez de homogenización; cuando se le da la palabra, además de a los padres, al niño; cuando esto ocurre, conseguimos singularizar y darle la complejidad necesaria a cada caso, saliendo de la perspectiva simplista del déficit que lo explica todo y dando lugar a la posibilidad de un futuro que no está determinado por él.

Mª José Olmedo.