A diferencia de hace unos años, cuando los clínicos que cultivábamos el psicoanálisis tanteábamos la porosidad que tenían las instituciones que nos acogían, para permitir otros espacios y otros tiempos que propiciaran la estabilización sintomática de los casos que atendíamos, la época actual se muestra particularmente rígida e impermeable a estas construcciones. La otra cara de esta rigidez e impermeabilidad es la emergencia, a veces brutal, de graves trastornos de conducta, que, si bien siempre han estado presentes, aunque con menos intensidad y frecuencia, antes producían un efecto de cuestionamiento sobre el propio funcionamiento, y eran posibles las modificaciones. Ahora no, y se asumen como tales, como hechos consumados, sin que se produzca cuestionamiento alguno. A lo sumo una débil explicación neurobiologicista da cuenta de ellos. Así, sustantivado el problema, sin tiempo de análisis, emerge una nueva identidad: “el conductual”.

El campo asistencial en el ámbito de la salud mental, y en el área de lo social se ha burocratizado con una intensidad sin precedentes, habiéndose instaurado potentísimos programas de gestión, con soporte informático, que dan cuenta de la distribución de las “poblaciones afectadas” en protocolos de atención escasamente modificables. Utilizan variables para proceder a dicha distribución muy poco rigurosas y de fácil adjudicación, produciendo vastas segregaciones de segmentos de población de los que, aún sin poder saber nada de la realidad que padecen, son empujados a destinos arbitrarios y rígidos. Por ejemplo, la variable “discapacidad intelectual” puede segregar en el mismo espacio – tiempo de un taller ocupacional, a un caso de autismo con un síndrome de Down, o una intensa inhibición intelectual producida en un contexto de severa distocia social, y además de forma permanente y casi inmodificable. Nadie parece detentar ya el poder de modificar esta maquinaria, y lo peor es que funciona sola, ya que, tampoco nadie, se siente responsable de la misma.

Un devastador “no poder no poder”, necesariamente mantenido por la economía de un sistema que no contempla pérdida alguna, se impone a los profesionales y a los usuarios en estos campos asistenciales, deviniendo forcluido, silenciado, el incurable particular de cada uno. La neo-identidad “conductual”, no remite a nada, su sentido está cancelado en la etiqueta biopolítica. Así, confinados en espacios o en tiempos de segregación puros, y aplastados, sin posibilidad de proyección sintomática, en un vacío de sentido total, sin realidad, sin trauma, se produce el empuje al trastorno de la conducta de una manera dolorosamente inédita. La ruptura de la banda de moebiüs nos presenta dos caras: por un lado, el tiempo continuo de la máquina de gestión, satisfecha en su propio funcionamiento, desencarnado y anómico, del otro, el aumento de la incidencia, cada vez más intensa y grave, del trastorno de conducta. ¿Cómo cortar y volver a pegar esto, de otra manera? Es lo que intentamos explorar, caso por caso, desde la perspectiva del psicoanálisis, los clínicos que trabajamos en las instituciones actuales.

Jaime Claro Gómez, Zaragoza a 4 de junio de 2017.