Descartes se devanó los sesos para buscar una verdad primera, y la encontró en su célebre: “Je pense, donc je suis”. A ese “Yo soy”, Freud lo hirió de muerte unos siglos más tarde, pero ahora renace pintado en camisetas que se imprimen a toda velocidad según la ocasión. Hay un “Yo soy” para todos los gustos y ocasiones, como muestra de simpatía por los que sufren la injusticia con la que muchos podemos sentirnos identificados. La libertad de expresión se defiende como un bien en sí mismo, sagrado e intocable, siempre y cuando no lesione mi sensibilidad personal. Elton John se siente con el absoluto (y desde luego indiscutible) derecho de ser padre, pero condena al fuego a Domenico Dolce (en el acto simbólico de quemar sus prendas) por expresar una opinión que ofende su ego. Es evidente que la blasfemia es algo que no solo afecta a los que pertenecen a la comunidad islámica. Dolce no ha necesitado meterse con el Corán para ser amenazado de muerte, una muerte “sublimada”, un intento de aniquilación social, por supuesto, pero que respira una intransigencia cargada de un narcisismo exacerbado. Elton John no va a decapitar a Domenico, pero hacer una pira con ropa de la marca italiana no deja de ser un gesto de purificación.

Esta pequeña muestra de la incongruencia humana no es algo que deba asombrarnos por completo. Forma parte de nuestra condición desde el fondo de los tiempos, y es una excelente prueba de que las formas cambian, pero que no sucede lo mismo con algunos de los resortes más profundos de la subjetividad. No suscribo las palabras de Domenico Dolce, pero sería una imprudencia tomar a la ligera algunas de sus implicaciones. En primer lugar, porque estamos aún desprovistos de la perspectiva temporal suficiente para evaluar el derrotero al que puede conducirnos una biogenética a la que debemos numerosos progresos, pero cuyos límites desconocemos, porque la tecnociencia es una maravillosa maquinaria que ignora la causa última que la mueve. Más aún, no tiene el más mínimo interés en saber sobre dicha causa. En segundo lugar, porque la objeción de Dolce al “todo” (“No se puede tener todo en la vida”) es, en definitiva, lo más “políticamente incorrecto” que se ha atrevido a pronunciar el modisto. Vivimos en una época en la que el desacato a la inercia del “todo” se experimenta como una afrenta peligrosa, inaceptable, por desafiar el imperativo moderno de que nada puede ni debe ser imposible. “Es incluso bonito privarse de algo”, dice el modisto en algún momento de la entrevista. ¿Privarse de algo? ¿No será esa una satisfacción demasiado arriesgada como para dejarla correr? La globalización no puede permitirse el lujo de semejante disidencia, y aunque la mitad de la humanidad vive privada de casi todo lo esencial, lo importante es que el mensaje no decaiga. Todos somos todo, aunque sea mentira, aunque no todos somos ni siquiera algo, aunque no todo sea posible, ni todo pueda lograrse, ni todo deba convertirse en pura mercancía, ni todos los deseos tengan por qué ser satisfechos. Hay que seguir manteniendo el mensaje a toda costa, y que el sistema continúe reproduciendo su mecanismo letal. Es por eso que, si alguna esperanza de cambio puede albergarse, solo podrá provenir de un pensamiento que se afirme en el principio del “no-todo”, un principio que no niega el derecho de todos, pero que intenta hacer compatible la singularidad de cada uno con la participación en la vida común.

Gustavo Dessal.