Por Gustavo Dessal.
El imponente cartel plantado en la azotea de un edificio en la Sexta Avenida atrae mi atención: “Cop Shot (algo así como “Tiro al poli”): 10.000 u$s de recompensa por la información que permita el arresto y encarcelamiento de quien haya disparado a un agente de policía de la ciudad de Nueva York”. La tradición de las recompensas es tan vieja en los Estados Unidos como la fundación misma de esta nación. No obstante, sorprende en una ciudad caracterizada por su espíritu abierto y multicultural, pero que en los últimos tiempos ha sufrido un notable incremento de la tensión racial.
America es, sin duda, la nominación más fuerte que impera en este país. Me permito aquí hacer un uso ampliado y admito que tal vez poco ortodoxo del término nominación, en el sentido que lo indica la enseñanza de Lacan. América es aun el único significante amo que parece seguir funcionando en una sociedad que desde hace ya mucho tiempo no se rige por el Nombre del Padre, aunque subsistan algunos ideales. Los jóvenes que en una esquina cercana al cartel juegan al hockey sobre patines, forman un grupo heterogéneo. Asiáticos, latinos, WASPS, negros, mestizos, comparten un rato de ocio. Los une el juego, por supuesto, y la lengua. Pero por encima de todo son americanos, debido a lo cual la empleada de una tienda prefiere hablarme en su perfecto inglés, que no conserva la más mínima traza de su pasado latino, pese a que sabe que soy español y que ella ha llegado a USA hace veinticinco años, cuando tenía catorce, y no ha olvidado su lengua materna.
America first, recuerda diariamente Trump. Su preocupación debe de tener algún propósito, y no puedo evitar asociar su mensaje con otro cartel, esta vez pequeño, junto a un grupo de árboles en Central Park: “Proteja al olmo americano. Manténgase alejado”. ¿De qué hay que proteger al olmo americano? Lo ignoro, pero por lo visto incluso de los propios americanos, puesto que la advertencia no dice “Mejicanos, manténganse alejados”, sino que va dirigida a todo el mundo. Como es habitual, en el fondo es el sujeto lo que está en juego: su deseo de destrucción.
Donald Trump, a quien buena parte del mundo considera un imbécil, tal vez no lo sea tanto, o incluso poco importa si lo es. De hecho, ha sabido percibir muy bien la creciente devaluación del significante amo de esta nación. La marca America, esa suerte de insignia que lamida por el flujo líquido de la globalización podría disolverse antes que los hielos antárticos, estaba necesitando un auxilio de marketing. Para preservar el “nosotros”, Donald no ha dudado en recurrir al viejo truco de la excepción que asegura el cierre del conjunto universal. Lo ha hecho “a su manera”, o sea, pasándose por el trasero la corrección política, esa manipulación eufemística de los semblantes inventada para guardar las apariencias y mantener al mismo tiempo las distancias de toda la vida. Donald sabe muy bien que América ya no volverá a ser grande, pero lo que importa es que la gente se lo crea, o que vuelva a creer en esa nominación común bajo la cual se guarecen los Unos solos de una sociedad cuya única argamasa es el dinero, la significación fálica dominante que proporciona sentido. Sin dinero, la psicosis queda al descubierto. Errática, deambula por todas partes. Sentado en un parque espío de reojo a mi vecina de banco, una mujer negra que ha instalado allí su residencia. Está febrilmente sumergida en su trabajo, y lee un libro, lo subraya, toma notas en las hojas escritas y sobrescritas de un cuaderno roñoso mientras habla sin parar por un teléfono hecho añicos con el Otro que no existe. “¡Pero usted es una mujer multitarea!”, exclamo sin preámbulos. “Soy una empresaria”, me responde alzando la vista un segundo, orgullosa, para retomar de nuevo su actividad.
Claro que sí. Aquí todo el mundo es empresario, o al menos sueña con serlo. En su seminario sobre las psicosis, Lacan demostró que para el psicótico el Ideal del yo hace las veces del Otro que falta. Años más tarde descubrió otras variantes de aguantar el nudo, por ejemplo la nominación, que además tiene la virtud de que en algunos casos puede también adquirir las propiedades generales de un ideal, como lo señalé a propósito de un sujeto que padecía un serio trastorno psicosomático (1). Todo el mundo es empresario de sí mismo, más allá del éxito o el fracaso de su empresa. La novela familiar, ese viejo cuento de hadas y de brujas donde el sujeto freudiano hundía sus raíces, cesa de escribirse. Hoy para sobrevivir hay que ser joyceano, inventarse una genealogía y el significante que ya nunca va a representar al sujeto para otro significante, porque este otro, el S2, no es el saber inconsciente: es el saber computarizado, que no es patrimonio del Otro simbólico, sino real.
Las identificaciones freudianas requieren de la tradición edípica. Las nominaciones lacanianas, más adaptadas y funcionales a los tiempos post-edípicos, son ahora indispensables. Así, una nostalgia del padre sin retorno se reactualiza en formas originales. En el Madison Park, una pareja saca de una jaulita a sus dos ardillas para que retocen y jueguen con sus congéneres. Sus dueños transmiten el mismo afecto y la responsable vigilancia que muestran los padres cuando llevan a sus hijos a jugar con otros niños. Incrédulo, miro la escena y escucho que ella, visiblemente nerviosa, le informa a él que las ardillas que viven libres le hacen bullying a las suyas, apropiándose de los frutos secos que ha traído especialmente en el bolso. Filmo a los animalitos con mi móvil, mientras la mujer me observa con el ceño fruncido, como si yo fuese un posible pederasta. La escena es un condensado del mainstream actual: paternidades alternativas, darwinismo social que afecta incluso a las ardillas urbanas, y los derechos de propiedad de imagen, que deben ser protegidos de ladrones y pervertidos.
Otro cartel -escrito a mano a los pies de un negro que canta junto a la entrada del Guggenheim- lo deja muy claro: “Videos 5 u$d. Any song”. Cinco dólares por filmarlo, cualquiera sea la canción. No fuese a ser que algún transeúnte quiera hacerse el listo y pagar menos por un tema pasado de moda.
“¿Cómo debo nombrarme?”, se pregunta el conductor de autobús que me lleva al Bronx, y con el que converso sobre la actualidad de los Estados Unidos. Él es evidentemente negro, pero su madre -me cuenta- es una irlandesa pálida como la luna. “¿Soy negro? ¿Soy blanco? Hemos inventado esa estupidez del ‘afroamericano’ que solo ha servido para aumentar la segregación”, y su tono es a la vez enfático y rabioso. Me ofrece su propia interpretación acerca de Malcolm X. Según él, el activista renunció a su apellido y adoptó en su lugar la X para designar así su inscripción al universal humano más allá de toda diferencia racial. Es una lectura interesante, aunque algo desviada por el wishful thinking. En verdad, Malcolm abjuró de su apellido Little por ser el que sus antepasados esclavos recibieron del amo blanco. La X fue el nombre que Malcolm se dio a sí mismo para refundarse, una suerte de autoengendramiento que lo catapultó a la breve celebridad de líder de la Supremacía Negra. En este sentido, la nominación posiblemente no esté al alcance de cualquiera. Parafraseando a Lacan, no se nomina el que quiere, sino el que puede. Y puede darse la circunstancia -siempre contingente- de que en una experiencia analítica llevada hasta su término un sujeto encuentre un nuevo nombre. Ello no significa que lo ponga en su tarjeta de visita, ni que se reduzca a un título. Es la posibilidad de que la secreta e incontestada identidad de su sentido gozado deje de prestarle un servicio. En ese caso, el nombre evocará a la vez el goce que se ha borrado y lo que en su lugar ha llegado a ser.
New York, mayo de 2017.
- Presentado en la XVII Conversación Clínica en Barcelona, 2017.